POEMA, MADRE
Cuando
aparece el requiebro
y
la noche cae a plomo sobre la mirada,
siento
la necesidad del arrumaco pertinente,
dibujo
el rostro y la palabra precisa,
asomo
al cielo buscando la estrella con tu nombre
y
me visto con la vehemencia de un proferir
señalando
el punto a seguir
como
si fuera el último pétalo
cayendo
en el rastro diseminado
con
el arrojo envuelto en la seda de tus yemas.
Cuando
una voz sobresale de mis venas
clamando
amparo,
el
sentir desnudo,
el
frío erizando la piel,
retomo
el verso que acompasa la tarde
insinuando
tu luz, tu fuerza y tu aliento
cada
vez que el tiempo de ternura lo requiere.
Las
horas envueltas en naipes de la fortuna
recobran
atuendos subyugados al recuerdo
a
veces lejano y otras caminando
entre
los gestos de la mañana
y
los movimientos enlazados a rumbos nocturnos
aludiendo
el último señuelo.
Los
días siguen sin olvidar el olor a pan recién hecho,
sin
sopesar lo ardiente de una sublime caricia
cuando
el retorno al origen envuelve mi silueta.
La
necesidad de un halago
asoma
a la impronta niñez
en
la flaqueza de algún entuerto
tambaleando
el ritmo de mis pasos,
invocando
aquella fuerza emanada
de
la dulzura y firmeza de una justa palabra
como
el arraigo para sobrellevar lo difícil
de
un derrumbe al abismo.
Cuando
el gesto cristalino me rodea
recordando
la desfachatez imberbe,
y
el tiempo va hollando en el esplendor anhelado,
la
símil melancolía ensordece nuevamente la memoria
recobrando
la calma de un regazo,
extendiendo
el brazo
a
circundar la armonía dilucidada
con
la tenacidad aprendida
en
una sílaba de consuelo,
abrazando
a la vez otros cuerpos,
otros
rostros y contoneos
mostrando
la cadencia recibida
en
el intervalo de los días.
A
veces añoro la fortaleza
con
que implorabas al destino una luz suficiente
para
emprender la osadía sustraída,
a
veces al decaer en la fragua del azar,
aludo
en ese verso
rescatando
la quietud para mis venas,
y
la placidez del saber venerado.
Gloria
Gómez
Cuadro: Pierre Renoir