ENEMIGO ÍNTIMO
I
A veces nos miramos
y comprendemos que no
hay nada como
contemplar unos ojos.
Que no hay vértigo ni
estupor semejante
a unos ojos humanos,
que nos miran
y no sabemos cómo nos
ven o
si es que nos ven
siquiera.
Solo esta carne, que
se refugia en la
noche recelando
para pensar en el
cubil del sueño:
“Me alegraré mañana”,
y se consuela;
solo esta amarga
carne
debería morir.
Cuando la miro veo
tierra, una
tierra flexible y
pensativa, que
se devasta a sí
misma, se persigue
a sí misma, se
abrasa. En ocasiones
cruzo tierras
hermosas
--la belleza no es
más
que aquello que podría
ser eterno-,
en agosto y citadas
ya con la nieve. Sobre
la tierra nos amamos
sin mirarnos los
ojos, pues en ellos
brilla la crueldad de
los enigmas
que pretendemos
olvidar. Los hombres
somos algo de arcilla
que desea
y que un día de sol,
cerca del mar,
casi tocando el mar,
se detiene, se echa
para morir, y el
decorado sube.
Esto es así. Pero no
ver los ojos
que, como espadas,
blanden
sobre otros ojos su
pasión y gritan
“tú y yo”, mientras
se arriesgan en el juego
en que nada es
posible
y en que el amor es
tierra contra tierra.
Alzo la mano, y
acaricio unos labios,
su gozosa
forma de flor, la
gracia de unos dedos
entrelazados: sé
que un espeso
descanso los acecha
bajo la yerba. Alzo
la mano, y acaricio
los frutales
pómulos, la cintura
que podría
decir su nombre a las
constelaciones:
sé que ha de
atravesarlos el jacinto.
Esto es así. Pero no
ver los ojos
húmedos y expresivos,
como hechos
para mirar
perpetuamente. Dicen
que, al expirar, se
inundan
los grandes ojos de
la corza y clavan
su asombro en quien
la ha herido. Si es la vida
esto que hace llorar,
¿quién podrá
persuadirse
de que los ojos
nuestros, sumergidos
ávidamente unos en
otros para
escapar de la tierra
prometida,
deban morir del todo
alguna vez?
Antonio Gala
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