lunes, 18 de agosto de 2025

ENEMIGO ÍNTIMO - I

 

ENEMIGO ÍNTIMO

 

I

A veces nos miramos

y comprendemos que no hay nada como

contemplar unos ojos.

Que no hay vértigo ni

estupor semejante

a unos ojos humanos, que nos miran

y no sabemos cómo nos ven o

si es que nos ven siquiera.

 

Solo esta carne, que

se refugia en la noche recelando

para pensar en el cubil del sueño:

“Me alegraré mañana”, y se consuela;

solo esta amarga carne

debería morir.

 

Cuando la miro veo tierra, una

tierra flexible y pensativa, que

se devasta a sí misma, se persigue

a sí misma, se abrasa. En ocasiones

cruzo tierras hermosas

--la belleza no es más

que aquello que podría ser eterno-,

en agosto y citadas

ya con la nieve. Sobre

la tierra nos amamos

sin mirarnos los ojos, pues en ellos

brilla la crueldad de los enigmas

que pretendemos olvidar. Los hombres

somos algo de arcilla que desea

y que un día de sol, cerca del mar,

casi tocando el mar,

se detiene, se echa

para morir, y el decorado sube.

 

Esto es así. Pero no ver los ojos

que, como espadas, blanden

sobre otros ojos su pasión y gritan

“tú y yo”, mientras se arriesgan en el juego

en que nada es posible

y en que el amor es tierra contra tierra.

 

Alzo la mano, y

acaricio unos labios, su gozosa

forma de flor, la gracia de unos dedos

entrelazados: sé

que un espeso descanso los acecha

bajo la yerba. Alzo

la mano, y acaricio los frutales

pómulos, la cintura que podría

decir su nombre a las constelaciones:

sé que ha de atravesarlos el jacinto.

 

Esto es así. Pero no ver los ojos

húmedos y expresivos, como hechos

para mirar perpetuamente. Dicen

que, al expirar, se inundan

los grandes ojos de la corza y clavan

su asombro en quien la ha herido. Si es la vida

esto que hace llorar,

¿quién podrá persuadirse

de que los ojos nuestros, sumergidos

ávidamente unos en otros para

escapar de la tierra prometida,

deban morir del todo alguna vez?

 

Antonio Gala

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