LOS NOMBRES QUE NO SUENAN
Alguien, amigos,
niega vuestras muertes.
Dice que sois la
sombra de una intriga,
de una leyenda a
ratos negra, a ratos
azul o roja que al
igual que el fuego
de la retama húmeda
en los ojos
pone su venda de
lloroso humo.
Dice que sois de
nada o falsa piedra
de escándalo, de
canto que se arroja
al cristal del
tejado de la casa
que mal y poco a
todos nos guarece
–a todos no, lo sé,
pero aún no es tarde—
y a ver quién va a
pagar los vidrios rotos.
Dice que vuestros
nombres no le suenan.
Y no le sonarán,
porque eran nombres
mudos, nombres sin
timbres ni alharacas,
de los que pasan en
silencio y llanto
ahogado, de los
nombres que tan sólo
suenan en tanto
suena el esqueleto
que no es mentira y
que los sustentaba,
en tanto suena el
corazón que sufre,
la garganta que
llora o bien que tose
desde el gris
desgarrón del pescho enfermo.
Hay hombres que no
suenan más que a pena
oscura, a lenta
mina hundida y sorda
bajo las galerías
del cansancio
entre el carbón del
miedo y la tristeza.
Nombres que se
deshacen en el pobre
sonar de unas
monedas ya difíciles
al cabo de una
cuerda de ocho días.
Nada suenan los
nombres ni las bocas
casi tampoco. Pero son
de música
que se oye
diariamente
tras la fatiga y la
desesperanza
y que sigue sonando
tras el crimen y el
tiempo y la injusticia
para los que no están
del todo sordos.
Leopoldo de Luis
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