EL ALMA QUE NO
AMAINA
Asomada
a mi garganta
contemplo
la selva de mi interioridad
azotada
de viento,
erosionada
por múltiples inundaciones.
Dicen
que el tiempo lima las protuberancias del alma,
igual
que el agua de los ríos torna en suave mejilla
el
contorno de las piedras.
Que
la memoria aprende a ojos cerrados el inmutable perfil de las riberas
y
un día de tantos se llega al final de lo impredecible.
Pero
yo no parezco encontrar certidumbres en la madurez.
Cuando
mis ojos penetran en el follaje del pecho
donde
se agazapa mi corazón
las
veredas holladas, una y otra vez por mis pasos
son
como el pasto lleno de tigres de Rousseau.
Humedades,
estaciones imprevistas
atizan
la floración de selvas inmediatas
y
árboles sin experiencia
ingenuos
escaladores del cielo
batallan
rama a rama por un claro
desde
donde asomarse
al
lugar que vislumbraron
cuando
soñaban germinar.
No
presiento en mí el instinto migratorio
apartándome
de estos bosques fecundos
donde
las experiencias se acumulan cual trozas
olorosas
a detritus;
donde
la mano del huracán me abate con palmeras
y
no hay otra manera de enfrentar a los insectos
que
la desnudez.
De
tiempo en tiempo pienso en terrazas frente al mar
donde
sentarme a envejecer
pienso
en la visión de las copas de los árboles,
percibida
en el silencio.
Pero
los tucanes y oropéndolas
el
jaguar y el ocelote
lo
primitivo y salvaje que ha quedado sin revelar
esgrime
su irresistible tentación tras la tersa ilusión del horizonte.
Viajera
en pos de lo profundo e ignoto.
Mujer
con el alma agujereada por los colibríes
desecho
la memoria del desván donde guardé escudos y encantamientos
para
proteger esta piel vulnerable al rasguño
y
abrazo vociferante y temblando
el
huracán, el tornado, la tormenta.
Desde
la espesura de mis pulmones
reclamo
sin arrepentimientos
la
carne viva, las llagas
el
ojo sin miedo
de
la juventud.
Gioconda
Belli
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