EL POR QUÉ DE LAS PALABRAS
No tuve amor a las
palabras;
si las usé con
desnudez, si sufrí en esa busca,
fue por necesidad de
no perder la vida,
y envejecer con algo
de memoria
y alguna claridad.
Así uní las palabras
para quemar la noche,
hacer un falso día
hermoso,
y pude conocer que
era la soledad el centro de este mundo.
Y sólo atesoré
miseria,
suspendido el placer
para experimentar una desdicha nueva,
besé en todos los
labios posada la ceniza,
y fui capaz de amar
la cobardía porque era fiel y era digna del hombre.
Hay en mi tosca taza
un divino licor
que apuro y que
renuevo;
desasosiega, y es
remordimiento;
tengo por concubina a
la virtud.
No tuve amor a las
palabras,
¿cómo tener amor a
vagos signos
cuyo desvelamiento
era tan sólo
despertar la piedad
del hombre para consigo mismo?
En el aprendizaje del
oficio se logran resultados:
llegué a saber que
era idéntico el peso del acto que resulta de
lenta reflexión y el gratuito,
y es fácil
desprenderse de la vida, o no estimarla,
pues es en la
desdicha tan valiosa como en la misma dicha.
Debí amar las
palabras;
por ellas comparé,
con cualquier dimensión del mundo externo:
el mar, el
firmamento,
un goce o un dolor
que al instante morían;
y en ellas alcancé la
raíz tenebrosa de la vida.
Cree el hombre que
nada es superior al hombre mismo:
ni la mayor miseria,
ni la mayor grandeza de los mundos,
pues todo lo contiene
su deseo.
Las palabras separan
de las cosas
la luz que cae en
ellas y la cáscara extinta,
y recogen los velos
de la sombra
en la noche y los
huecos;
mas no supieron
separar la lágrima y la risa
pues eran una sola
verdad,
y valieron igual
sonrisa, indiferencia.
Todos son gestos,
muertes, son residuos.
Mirad el sigiloso
ladrón de las palabras,
repta en la noche
fosca,
abre su boca seca, y
está mudo
Francisco Brines
22 de enero de 1922
Oliva (Valencia)
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