LA PEREGRINA
A Angelina Gatell
Yo era la mujer que
se alzó de la tierra
para mirar las luces siderales.
Dejé el hogar con
apagados troncos
cansada de ser sólo
estela de humo
que prolongase así mi
ser ardido.
Esa mujer del hueco
tibio
que allí me contenía,
se despertó del sueño
profundo de la especie
y decidió buscar, a
plena luz, caminos.
La inquieta,
la andariega mujer a
quien no basan dulces
menesteres pequeños,
ésa me fue de súbito
encontrada
en los más hondos
pliegues de mi túnica
y yo no quise
renunciar, quedarme.
Otras renunciaciones
si quedaron, sombras
que tenían la forma
tan amada
de los pasados
sueños, hijos
que estaban
programados en mi sangre
a cambio de ceder y
estarme quieta;
la rueca y el
silencio de las horas
protegidas, pausadas,
sin peligros,
las flores
habituales, la inocencia…
Pero inocente no quería
ser.
Quería
como Eva, saber,
estar; ser libre
para el conocimiento
de la luz, perderme
en la verdad,
encontrarme, saberme,
llegar a las montañas
que siempre estaban lejos,
pisar ciudades que
edifica el miedo,
integrarme a las
turbias caravanas
que hieren el
desierto, someterme
a la carga común, y
ser hallada
solidaria, eficaz, y
no apartada
de ese esfuerzo que
late
en el gran corazón que
nos da vida;
el corazón del mundo,
unido al nuestro
por invisible venas
del misterio.
Así
atravesé la risa,
hendí la densa lágrima
deseando quedarme en
cada gota
de sudor, en la mano
encallecida,
en los niños sin ojos
o en la mujer que
teje por las noches
debajo de la
angustia.
Pero no me detuve ni
siquiera
cuando cerró de pronto
mi camino
la mirada absorbente del
deseo
y su mágica voz
traduciendo la música
más dulce.
La primavera
descendiendo en mis
venas
de mujer en mujer;
desde el principio
intentó mutilar –casi
lo hizo-
mi ilusión por llegar
a la asamblea
donde severa, la
verdad, aguardaba.
Arañada de espinos,
vapuleada por los
vientos, rota,
pude llegar, aún de día.
En lo alto del monte
reunidos, estaban.
Los hombres más
ancianos y los otros,
como si no me viesen
hablaban, poseían
inefables vocablos.
Me acerqué con el
triunfo cenital en los ojos,
con un contento de
alas súbitas
en mis hombros
felices,
pero no me dejaron
entregar mis palabras
porque en ellos la
ira de Dios resplandecía.
Bíblicas maldiciones
inflamaron mi oído,
y me dijeron Eva una
y mil veces,
manantial del dolor,
impúdica pureza,
hembra evadida del
rincón oscuro
del lugar de vigía en
la ventana,
desertora
de la orilla del
fuego
y el hogar apagado…
Vergüenza de mi sexo
acongojó mis hombros
que se creyeron alas
para el vuelo.
Vergüenza de bajar de
las alturas
sin lograr la palabra
que buscaba.
Y ni siquiera en
otras asambleas
vi algo de la luz que
me justificase,
porque tampoco ellos
encontraban nada,
a pesar de su hoz
interrogante,
a pesar del secreto
pretencioso y estéril
con que arropaban –delicadamente-
su poco de vacío…
Así, regreso, con
pies llagados
y ropas destrozadas,
junto al fuego,
perseguida,
insultada, y viendo activa
la maldición de Dios
que llega
desde el vivir
primero.
Carne de escándalo,
asombrada
aquí estoy para
siempre quieta y muda;
jueces casi benignos
me condenan
a la inmovilidad,
y me salva de ser
lapidada
el silencio.
María Beneyto
14 de mayo de 1925
Valencia
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