martes, 14 de mayo de 2024

LA PEREGRINA

 


LA PEREGRINA

A Angelina Gatell

 

Yo era la mujer que se alzó de la tierra

 para mirar las luces siderales.

Dejé el hogar con apagados troncos

cansada de ser sólo estela de humo

que prolongase así mi ser ardido.

Esa mujer del hueco tibio

que allí me contenía,

se despertó del sueño profundo de la especie

y decidió buscar, a plena luz, caminos.

La inquieta,

la andariega mujer a quien no basan dulces

menesteres pequeños,

ésa me fue de súbito encontrada

en los más hondos pliegues de mi túnica

y yo no quise renunciar, quedarme.

 

Otras renunciaciones si quedaron, sombras

que tenían la forma tan amada

de los pasados sueños, hijos

que estaban programados en mi sangre

a cambio de ceder y estarme quieta;

la rueca y el silencio de las horas

protegidas, pausadas, sin peligros,

las flores habituales, la inocencia…

Pero inocente no quería ser.

Quería

como Eva, saber, estar; ser libre

para el conocimiento de la luz, perderme

en la verdad, encontrarme, saberme,

llegar a las montañas que siempre estaban lejos,

pisar ciudades que edifica el miedo,

integrarme a las turbias caravanas

que hieren el desierto, someterme

a la carga común, y ser hallada

solidaria, eficaz, y no apartada

de ese esfuerzo que late

en el gran corazón que nos da vida;

el corazón del mundo, unido al nuestro

por invisible venas del misterio.

Así

atravesé la risa,

hendí la densa lágrima

deseando quedarme en cada gota

de sudor, en la mano encallecida,

en los niños sin ojos

o en la mujer que teje por las noches

debajo de la angustia.

Pero no me detuve ni siquiera

cuando cerró de pronto mi camino

la mirada absorbente del deseo

y su mágica voz

traduciendo la música más dulce.

 

La primavera

descendiendo en mis venas

de mujer en mujer; desde el principio

intentó mutilar –casi lo hizo-

mi ilusión por llegar a la asamblea

donde severa, la verdad, aguardaba.

Arañada de espinos,

vapuleada por los vientos, rota,

pude llegar, aún de día.

En lo alto del monte

reunidos, estaban.

Los hombres más ancianos y los otros,

como si no me viesen

hablaban, poseían

inefables vocablos.

Me acerqué con el triunfo cenital en los ojos,

con un contento de alas súbitas

en mis hombros felices,

pero no me dejaron entregar mis palabras

porque en ellos la ira de Dios resplandecía.

Bíblicas maldiciones

inflamaron mi oído,

y me dijeron Eva una y mil veces,

manantial del dolor, impúdica pureza,

hembra evadida del rincón oscuro

del lugar de vigía en la ventana,

desertora 

de la orilla del fuego

y el hogar apagado…

Vergüenza de mi sexo acongojó mis hombros

que se creyeron alas para el vuelo.

Vergüenza de bajar de las alturas

sin lograr la palabra que buscaba.

Y ni siquiera en otras asambleas

vi algo de la luz que me justificase,

porque tampoco ellos encontraban nada,

a pesar de su hoz interrogante,

a pesar del secreto pretencioso y estéril

con que arropaban –delicadamente-

su poco de vacío…

Así, regreso, con pies llagados

y ropas destrozadas, junto al fuego,

perseguida, insultada, y viendo activa

la maldición de Dios que llega

desde el vivir primero.

Carne de escándalo, asombrada

aquí estoy para siempre quieta y muda;

jueces casi benignos me condenan

a la inmovilidad,

y me salva de ser lapidada

el silencio.

 

María Beneyto

14 de mayo de 1925

Valencia

 

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