MIENTRAS DESCIENDE EL SOL
Mientras desciende el
sol, lento como la muerte,
observas a menudo esa
calle donde está la escalera
que conduce a la
puerta de tu guarida. Dentro
se encuentra un
hombre pálido, cumplida ya, remota
la mitad de su edad;
fuma y se asoma
hacia la calle
desviada; sonríe solitario
a este lado de la
ventana, la famosa frontera.
Tú eres ese hombre;
una hora larga llevas
viendo tus propios
movimientos
pensando desde fuera,
con piedad,
las ideas que en el
papel pacientemente depositas;
escribiendo, como fin
de una estrofa,
que es muy penoso
ser, así, dos veces,
el pensarse pensando,
la vorágine sinuosa
de mirar la mirada,
como un juego de
niños que tortura, paraliza, envejece.
La tarde, casi
enferma de tan lejana,
se sumerge en la
noche
como un cuerpo harto
ya de fatiga, en el mar, dulcemente.
Cruzan aves aisladas
el espacio de color indeciso
y, allá al final, algunos
caminantes pausados
se dejan agostar por
la distancia; entonces
el paisaje parece un
tapiz misterioso y sombrío.
Y comprendes,
despacio, sin angustia,
que esta tarde no
tienes realidad, pues a veces
la vida se coagula y
se interrumpe, y nada entonces
puedes hacer contra
ello, más que sufrir un sufrimiento,
desorientado y
perezoso, una manera de dolor marchito,
y recordar,
prolijamente,
algunos muertos que
fueron desdichados.
Félix Grande
4 de febrero de 1937
Mérida (Badajoz)
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