EL CANTO DE LA ANGUSTIA
Yo andaba solo y
callado
porque tú te hallabas
lejos;
y aquella noche
te estaba
escribiendo,
cuando por la casa
desolada
arrastró el horror su
trapo siniestro.
Brotó la idea,
ciertamente,
de los sombríos
objetos:
el piano,
el tintero,
la borra de café en
la taza,
y mi traje negro.
Sutil como las alas
del perfume
vino tu recuerdo.
Los ojos de joven
cordial y triste,
tus cabellos,
como un largo y suave
pájaro
de silencio.
(Los cabellos que
resisten a la muerte
con la vida de la
seda, en tanto misterio.)
Tu boca donde suspira
la sombra interior
habitada por los sueños.
Tu garganta,
donde veo
palpitar como un
sollozo de sangre,
la lenta vida en que
te mece durmiendo.
Un vientecillo desolado,
más que soplar,
tiritaba en soplo ligero.
Y entre tanto,
el silencio,
como una blanda y
suspirante lluvia
caía lento.
Caía de la
inmensidad,
inmemorial y eterno.
Adivinábase afuera
un cielo,
pero que oscuro:
un angustioso cielo
ceniciento.
Y de pronto, desde la
puerta cerrada
me dio en la nuca un
soplo trémulo,
y conocí que era la
cosa mala
de las cosas solas, y
miré el blando techo.
Diciéndome: “Es una
absurda
superstición, un ridículo
miedo.”
Y miré la pared impávida.
Y noté que afuera había
parado el viento.
¡Oh aquel desamparo
exterior y enorme
del silencio!
Aquel egoísmo de
puertas cerradas
que sentía en todo el
pueblo.
Solamente no me atrevía
a mirar hacia atrás,
aunque estaba cierto
de que no había
nadie;
pero nunca,
¡Oh, nunca habría
mirado de miedo!
Del miedo horroroso
de quedarme muerto.
Poco a poco, en vegetante
pululación de
escalofrío eléctrico,
erizáronse en mi
cabeza
los cabellos.
Uno a uno los sentía,
y aquella vida
extraña era otro tormento.
Y contemplaba mis
manos
sobre la mesa, qué
extraordinarios miembros;
mis manos tan pálidas,
manos de muerto,
y noté que no sentía
mi corazón desde hacía
mucho tiempo.
Y sentí que te perdía
para siempre,
con la horrible
certidumbre de estar despierto,
y grité tu nombre
con un grito interno,
con una voz extraña
que no era la mía y
que estaba muy lejos.
Y entonces, en aquel
grito,
sentí que mi corazón
muy adentro,
como un racimo de lágrimas,
se deshacía en un
llanto benéfico.
Leopoldo Lugones
13 de junio de 1874
Villa de María –
Argentina
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