lunes, 16 de junio de 2025

EL CANTO DE LA ANGUSTIA

 

EL CANTO DE LA ANGUSTIA

 

Yo andaba solo y callado

porque tú te hallabas lejos;

y aquella noche

te estaba escribiendo,

cuando por la casa desolada

arrastró el horror su trapo siniestro.

 

Brotó la idea, ciertamente,

de los sombríos objetos:

el piano,

el tintero,

la borra de café en la taza,

y mi traje negro.

 

Sutil como las alas del perfume

vino tu recuerdo.

Los ojos de joven cordial y triste,

tus cabellos,

como un largo y suave pájaro

de silencio.

(Los cabellos que resisten a la muerte

con la vida de la seda, en tanto misterio.)

Tu boca donde suspira

la sombra interior habitada por los sueños.

Tu garganta,

donde veo

palpitar como un sollozo de sangre,

la lenta vida en que te mece durmiendo.

 

Un vientecillo desolado,

más que soplar, tiritaba en soplo ligero.

Y entre tanto,

el silencio,

como una blanda y suspirante lluvia

caía lento.

 

Caía de la inmensidad,

inmemorial y eterno.

Adivinábase afuera

un cielo,

pero que oscuro:

un angustioso cielo ceniciento.

 

Y de pronto, desde la puerta cerrada

me dio en la nuca un soplo trémulo,

y conocí que era la cosa mala

de las cosas solas, y miré el blando techo.

Diciéndome: “Es una absurda

superstición, un ridículo miedo.”

Y miré la pared impávida.

 

Y noté que afuera había parado el viento.

¡Oh aquel desamparo exterior y enorme

del silencio!

Aquel egoísmo de puertas cerradas

que sentía en todo el pueblo.

Solamente no me atrevía

a mirar hacia atrás,

aunque estaba cierto

de que no había nadie;

pero nunca,

¡Oh, nunca habría mirado de miedo!

Del miedo horroroso

de quedarme muerto.

 

Poco a poco, en vegetante

pululación de escalofrío eléctrico,

erizáronse en mi cabeza

los cabellos.

Uno a uno los sentía,

y aquella vida extraña era otro tormento.

 

Y contemplaba mis manos

sobre la mesa, qué extraordinarios miembros;

mis manos tan pálidas,

manos de muerto,

y noté que no sentía

mi corazón desde hacía mucho tiempo.

Y sentí que te perdía para siempre,

con la horrible certidumbre de estar despierto,

y grité tu nombre

con un grito interno,

con una voz extraña

que no era la mía y que estaba muy lejos.

Y entonces, en aquel grito,

sentí que mi corazón muy adentro,

como un racimo de lágrimas,

se deshacía en un llanto benéfico.

 

Leopoldo Lugones

13 de junio de 1874

Villa de María – Argentina

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