LA DESPEDIDA
¿Queríamos separarnos?
¿Era lo justo y los sabio?
¿Por qué nos asustaría la
decisión como si fuéramos a cometer un crimen?
¡Ah! poco nos conocemos,
pues un dios manda en
nosotros.
¿Traicionar a ese dios?
¿Al que primero nos infundió
el sentido y nos infundió
la vida, al animador,
al genio tutelar de
nuestro amor?
Eso, eso yo no lo hubiera
permitido.
Pero el mundo se inventa
otra carencia,
otro deber de honor, otro
derecho, y la costumbre
nos va gastando el alma
día tras día
disimuladamente.
Bien sabía yo que como el
miedo monstruoso y arraigado
separa a los dioses y a
los hombres,
el corazón de los amantes,
para expiarlo,
debe ofrendar su sangre y perecer.
¡Déjame callar! Y desde
ahora, nunca me obligues a contemplar
este suplicio, así podré
marchar en paz
hacia la soledad,
¡y que este adiós aún nos
penenezca!
Ofréceme tú misma el cáliz,
beba yo tanto
del sagrado filtro, tanto
contigo de la poción letea,
que lo olvidemos todo amor
y odio!
Yo partiré. ¡Tal vez
dentro de mucho tiempo
vuelva a verte, Diotima! Pero
el deseo ya se habrá desangrado
entonces, y apacibles
como bienaventurados
nos pasearemos,
forasteros, el uno cerca al otro conversando,
divagando, soñando, hasta
que este mismo paraje del adiós
rescate nuestras almas del
olvido
y dé calor a nuestro corazón.
Entonces volveré a mirarte
sorprendido, escuchando como otrora
el dulce canto, las voces,
los acordes del laúd,
y más allá del arroyo la
azucena dorada
exhalará hacia nosotros su
fragancia.
Friedrich Holderlin
20 de marzo de 1770
Lauffen am neckar
(Alemania)
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